martes, 21 de abril de 2009

Entre solistas y domingos

Los domingos siempre son iguales en San Cristóbal. Eso no cambia que sean el mejor día de la semana, cuando el trabajo queda relegado al lunes y el resto de sus cinco pares. Sin embargo, existe otro lado de la ciudad en la que los domingos se convierten en el día idóneo para realizar actividades, en un alto porcentaje, culturales. Así fue como me pasó ayer, domingo, obviamente. Para salir de la rutina marcada por el ritual del último día de la semana, (aunque unos dicen que es el primero, prefiero considerarlo como postrero) el concierto que organizó la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar del Táchira, ofreciendo un Festival de Solistas, valió salirse de las cuatro paredes.

En la mañana, y estrenando el nuevo huso horario del país, comenzó el evento. El auditórium Luís Gilberto Mendoza albergó a quienes, como yo, despegaron sus cuerpos de la futilidad de la cama para alimentar el alma sumamente. La música empezó pues, de la mano de uno de los directores más jóvenes de Venezuela, Sergio Rosales. Para comenzar, y con el objetivo de no dejar escapar a nadie, abrió el concierto con el Cantable para violín y orquesta de cuerdas de Nicoló Paganini junto al solista Tachirense, Freddy Vivas, quien ejecutó maravillosamente el violín. A esta altura yo todavía recordaba las bondades que me esperaban en casa, no obstante la música y sus hacedores me negaron en adelante la distracción.

Como todos los domingos, hacía calor. Desde las puertas laterales del salón entraban los grandes chorros de sol y un poco de aire recalentado. Los presentes, en su mayoría cercanos a los músicos, (familiares, amigos, compañeros…) a pesar del agobiante clima, los elogiaban y aplaudían con frenesí. El ahínco del intérprete solista del Concierto para contrabajo y orquesta compuesto por Johan Baptist Vanhal, Enmanuel Reck, no esperaba otra cosa. El contrabajo, “el polo opuesto de todo lo demás” al decir del escritor alemán, Patrick Süskind, sonó y retumbó en el auditórium, enamorando así al que nunca antes había escuchado su aleteo brillando por sí solo.

La hora de las cuerdas pasó y fue el turno del viento; de esos instrumentos que cuando uno los sopla hablan en otro idioma, inteligible para cualquier Torre de Babel. Mientras escuchaba los clarinetes, yo me preguntaba ¿por qué no nací para convertir en música todo lo soplado? No tuve más remedio, después de un rato de cavilar la razón, que culpar mi herencia y seguir escuchando el Concierto para dos clarinetes de Félix Mendelssohn.

Lo que quedaba era pura belleza, belleza de la que no se ve sino de la que se escucha. La flauta mágica de Wolfang Amadeus Mozart, impresionante obra de gran fuerza, la reconocí de inmediato, pues me evocó la banda sonora del filme de Standley Kubrick, La naranja mecánica, avergonzándome en parte por no ser la excepción dentro de la cultura pop; sin embargo lo disfruté porque ésa es muy buena película y los músicos y el director lo hicieron extraordinariamente.

La Orquesta Juvenil núcleo San Juan de Colón también tuvo su espacio. Los adolescentes, María Inés Carreño y David Muchacho ejecutaron el Concierto en La menor nº 8 de Antonio Vivaldi, cuya composición es originalmente para dos violines, y que en esta ocasión, fue arreglada para dos xilófonos. Las pueriles notas de este instrumento de sonidos fantásticos, recorrieron toda la sala para incrustarse en todo aquél que estuviera dispuesto a albergarlos. Esta conversión de violines a xilófonos marcó el cierre triunfal, no sólo de la música como gran protagonista de esa mañana, sino del empeño de cada niño y niña, de cada joven que decide entregar su vida a la música como el género más puro y universal del arte.

Después de este despliegue de auténtica hermosura, me despido pues de este ligero cambio en mi rutina, para deslizarme hasta la casa y, allí, sumergirme nuevamente en la divina inercia del domingo.

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